La puerta condenada

La puerta condenada

Detrás de esa puerta vivía Ramón. Nadie lo sabía, pero yo sí. Porque lo soñé.

Todos creían que era una puerta condenada, que tras ella solo había una pared. Solo yo sabía la verdad. Detrás de esa puerta vivía Ramón.

Nunca he sabido quién era Ramón. Me aterraba, era el mayor de mis miedos.

Aunque jamás le vi la cara. Ramon no era nadie. No era nada.

Y a la vez lo era todo.

Cuando de pequeños no nos portábamos bien, bastaba un “que llamo a Ramón” de mi abuela para que obedeciéramos al instante.

Nunca se me dieron más detalles sobre Ramón. Si era joven o viejo, fuerte o gordo, alto o bajo, a qué se dedicaba… pero su sola mención me aterrorizaba.

La puerta condenada, tras la que yo y solo yo sabía que vivía Ramón, estaba en el último rellano antes del de la casa de mi abuela.

Durante muchos años, ya dejada atrás la infancia, di por sentado que el cuento de Ramón no era más que una treta de mi abuela para meternos en vereda.

Pero un día una luz se encendió en mi mente. ¿Y si lo que pretendía mi abuela era que tuviera miedo a aquella inofensiva puerta condenada como maniobra de distracción?

Quizá nos entretenía con un inexistente Ramón para que nunca preguntáramos, para no pensar ella misma, en los espíritus reales que sí habitaban la casa.

La casa de mi abuela era la buhardilla. Nada más entrar estaba el retrete: una taza desnuda en un cuarto ínfimo, como un ataúd puesto de pie. Detrás la cocina, grande. Con fogones de carbón y una enorme pila donde, además de los platos, se lavaban mis tíos por las mañanas (a nosotros nos lavaban en un barreño). De la puerta hacia la derecha salía un pasillo. A la mitad de este una puertecita daba a una pequeña habitación donde vivían mis tíos abuelos, los cuñados de mi abuela. En la habitación había una cama, un mueble y una mesa camilla con dos sillas. En esa angosta habitación mis tíos abuelos, los cuñados de mi abuela, se casaron, no tuvieron hijos, criaron a mi padre (el pobrecito sobrino huérfano de padre a los tres años que vino a cubrir el hueco del hijo propio que nunca llegó) y murieron: primero él y mucho después ella. Ella era pequeña y maliciosa. Parecía dulce y llamaba a su cuñada “hermana”, pero a sus espaldas me metía en su habitación, me sentaba a su mesa camilla y me daba pistas sobre lo que había pasado en aquella casa.

Solo a mí… ¡Qué pequeña bruja! De algún modo sabía que era yo quien, antes o después, recompondría el rompecabezas. Que me iría la vida en ello.

El pasillo seguía hacia la derecha y desembocaba en el salón, cuadrado y ocupado casi en su totalidad por una gran mesa, cuadrada también, de madera maciza y sillas alrededor. Y la mecedora de mi abuela, donde ella pasaba las horas con la mano temblorosa y rezando. Cara a la habitación principal.

Porque en la parte derecha del salón, al fondo de la casa, había dos habitaciones: una muy pequeña con una litera y otra más grande con dos camas, un sifonier y un armario.

Solo una cortina separaba las habitaciones del salón y un pequeño ventanuco en lo alto de la pared comunicaba una con la otra.

Recuerdo cómo me gustaba trepar a la litera de la habitación pequeña y saltar a la cama de la habitación grande a través del ventanuco. Era muy pequeño pero yo también lo era.

En la habitación del fondo dormían la abuela y la tía Luisa. Y cuando nos quedábamos allí mi hermano y yo, él dormía con la abuela y yo con la tía.

Aquella habitación es la clave de todo. El vórtice de la casa. La razón de que la abuela inventara a Ramón y yo le atribuyera una morada tras la puerta condenada del penúltimo rellano.

Allí había muerto el abuelo, y antes que él mi tío, el tío de 17 años eternos que nunca llegamos a conocer, y antes que él la primera mujer de mi abuelo, Generosa, que hizo honor a su nombre muriéndose muy convenientemente para mi abuela que, según me contó un día en su mesa camilla su cuñada la maliciosa, era su prima.

Muerta Generosa, mi abuela se casó con su marido, mi abuelo, maternó a sus hijos pequeños (el adolescente también tuvo el detalle de morirse) y le dio tres hijos más.

El último de todos era mi padre.

Que nunca se enteró de nada y por eso me tuve que enterar yo.

Mi abuela se pasaba las horas meciéndose y rezando con la visa fija en aquella cama. La cama donde había muerto Generosa. La cama donde dormía yo.

Ahora comprendo que mi abuela inventó a Ramón para no pensar en Generosa, de la que nunca se habló ni se mostraron fotografías. Y yo me aferré al miedo a Ramón, a la creencia de que vivía tras la puerta condenada para no morirme de terror por aquella señora que, durante la noche, venía a mi cama y me hablaba. Pedía justicia. Pedía ser vista. Pedía reparación.

Pero yo no la vi poque mi abuela me había distraído con Ramón. Y por eso Generosa se metió en mí…

Y a veces hace que me quede sin aliento, que no pueda respirar. Para que alguien más sienta lo que ella sintió cuando la asfixiaron.

Y no puedo quejarme. Es lo mínimo que puedo darle.

No en vano le debo la vida.

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Lorena Meléndez

La filóloga justiciera

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